Por Dolores Cecilia Sergio
Primer Premio del Concurso Literario del Consejo Profesional de ciencias Económicas de la Ciudad de Buenos Aires, año 2012.
En 1922, Pino Castellini llegaba a la Argentina.
Había vendido el fusil de guerra para comprar su boleto en barco.
Conservaba en una bolsa de tela, junto con una muda de ropa, las medallas obtenidas en la Primera Guerra Mundial. “Jamás me desharé de ellas, ni por todo el oro del mundo” pensaba, orgulloso de haber arriesgado su vida por la “sua Italia”. “De pescador a Cavaliere, ojalá mi padre, lo hubiese visto”.
Miles de italianos habían tomado la misma decisión. Una tierra fértil, en un país ubicado entre los primeros más ricos del planeta, seducía bolsillos vacíos.
Luego de un larguísimo viaje, hacinado, subió a la proa y vislumbró el puente de La Boca.
En aquel barrio de casas precarias y pensiones, vivió un par de años.
Vendía aceite en el puerto.
A veces, por las noches, sentado en el muelle, bebía ginebra con su compañero de changas, Aristóteles Onassis, un griego taciturno.
Pero su querido amigo era Fabrizio Cossia, con quien compartía el cuarto en la pensión.
Cuantas veces Doña Blanca, la dueña, una gallega regordeta de mediana edad, los despertaba a escobazos “¡Despierten italianos vagos! ¡A trabajar! Y ambos corrían hacia la puerta a medio vestir, con el resto de la ropa en mano, riendo como niños ante un reto.
Fabrizio, a diferencia de Pino, poseía belleza, porte y una inexplicable elegancia. Frecuentaba recintos nocturnos donde se bailaba milonga y levantaba suspiros de las concurrentes. Aquellas mujeres “ligeras” se le sentaban en las rodillas, le rodeaban el cuello con sus brazos y le susurraban propuestas.
A pesar de que tenía prohibido por Doña Blanca llevar mujeres a la pieza, Fabrizio, noche por medio tenía sexo con alguna. Cuando esto sucedía, Pino, apartado de aquel mundo, se resignaba a dormir en el patio techado, en un sillón de hierro con almohadones. Como le era casi imposible conciliar el sueño, aprovechaba aquellas largas horas para aprender a leer y a escribir. Su compañía era un libro encuadernado que le había tomado sin permiso a Doña Blanca. En poco tiempo leía perfectamente de corrido y su caligrafía era impecable.
Aunque había llegado a querer y también a admirar la alegría que contagiaba su amigo, Pino prefería la soledad, dispuesto a ahorrar lo más que pudiese.
Una noche lo despertaron los gritos y lamentos de la gallega. Corrió hacia el zaguán y encontró a la mujer con Fabrizio en sus brazos, sangrando, muriendo; un puntazo en el estómago. Lo abrazó. Su amigo se iba; para jamás volver. Se tragó el llanto.
Semanas después, alguien le comentó, que todo había sucedido por “un problema de polleras”.
Ya no quería vivir más en La Boca. Doña Blanca, que escondía el más noble corazón, le avisó que pedían un hombre para marcar boletos en el tranvía.
Pino se mudó a Parque de los Patricios, un barrio también pobre pero más edificado, donde tenía mayores posibilidades de pagar un alojamiento individual.
Todas las mañanas y tardes, con uniforme y gorro azules, marcaba los boletos de los pasajeros. El Estado lo efectivizó en su trabajo; premió su puntual y excelente labor. Eso significó una verdadera noción de ahorro.
Un día, mientras desarrollaba su tarea, marcó el boleto de una señorita, y al instante escuchó: “Señor inspector”. Era la joven. Al marcar su boleto, se había olvidado de devolvérselo. Pino le pidió mil disculpas y ella las aceptó.” Hoy me recibí de maestra; siempre guardaré mi boleto como recuerdo de este maravilloso día”.
“Recuerdo” quedó sonando en la cabeza de Pino.
Luego de diez años en el tranvía, recibió un telegrama de despido y una explicación de su supervisor, aludiendo “cambios por reestructuración del servicio”.
Para Pino su indemnización era una fortuna.
El almacenero de la cuadra alquilaba un local contiguo al suyo. Debido al deplorable estado del mismo, Pino negoció con Don Cirilo un precio de alquiler mensual muy bajo.
Tardó un mes en echar ratas, cucarachas, arañas; lijar paredes y pintarlas; rasquetear y barnizar los pisos de anchos tablones de madera y dejar la oxidada persiana como nueva.
Compró en tiendas de curiosidades y ferias de antigüedades toda clase de objetos: muñecas antiguas, cajitas de porcelana china, alhajas falsas, pastilleros, cepillos de alpaca y cerda, sombreros , enaguas, sombrillas para el Sol con mango de carey, abanicos, rosarios, cuchillos con funda de cuero, polveras, soldaditos de plomo, etc.
El 25 de Febrero de 1951 inauguró el local, en cuyo frente colgaba un cartel colorido que decía “Fábrica de recuerdos”.
La gente que frecuentaba el almacén se asombró al ver aquel nombre.
Un día, entró su primera clienta. Era una señora de unos sesenta años que cargaba una bolsa llena de comestibles. “Buen día” saludó Pino, “Buen día” contestó la señora, quien intentaba ver más allá del mostrador. “Perdón mi intromisión caballero, pero quisiera saber qué vende”.”No se disculpe, comprendo su curiosidad”. “Vendo recuerdos personales” “Ah, cosas usadas por otros” dedujo la señora. “No precisamente. A veces, los seres humanos no nos quedamos con ningún objeto que nos recuerde a aquellos a quienes quisimos o situaciones vividas, entonces yo los fabrico”. La mujer quedó pensativa, con los ojos bien abiertos y Pino le preguntó “¿Usted tiene algún recuerdo del cual quisiera conservar un objeto?”. “A ver…” y la mujer seguía pensando. En ese negocio había que ser paciente. Al rato dijo “Sí; mi querido tío Pepe. Él fue mi padrino; era el hermano de mi madre. Me consentía, me adoraba (sus ojos celestes se veían vidriosos). Un buen día, sin despedirse, volvió a España y no supe nada más de él”. “No hay problema, pase mañana por la mañana que tendré listo su recuerdo” dijo Pino. La mujer asintió y salió del negocio algo animada.
Pasadas algunas horas ingresó un joven de traje y corbata, peinado con gomina, de unos treinta años. Se repitió la misma conversación inicial que Pino había mantenido con la mujer. Luego de un largo silencio, el muchacho dijo “Sí. Paulina, mi primera novia; ella y yo nos amábamos. A pesar del desacuerdo de nuestras familias, nos comprometimos en secreto.Tiempo después, ella le contó a su madre y todo se fue al demonio. Me impedían verla y no concurría a la plaza donde nos encontrábamos. Al poco tiempo, me enteré que se había casado con un odontólogo y mudado a Caballito”. “Muy bien joven, pase mañana por la tarde y se lleva el recuerdo”.
A las siete bajó la persiana. Se puso a trabajar con el recuerdo de la señora. Tomó papel, una pluma y escribió con letra irregular:
Querida ahijada:
Te escribo esta carta para despedirme. Vuelvo a mi patria, la extraño mucho, no tanto como te extrañaré a ti. Siempre llevaré en mi corazón tus hermosos ojos celestes.
Te quiere mucho,
Tío Pepe.
La dobló y colocó cuidadosamente dentro de una boina gris de lana.
Luego continuó con el del muchacho. Tomó una hoja de papel rosado, con bordes dorados, su pluma y con una letra pequeña y prolija escribió:
Amor mío:
Te dejo en esta carta mi corazón, que siempre te pertenecerá, aunque el tiempo y las circunstancias nos separen. Te devuelvo con gran pena nuestro anillo de compromiso.
Tu Paulina.
Dobló la carta y la colocó en un sobre; lo puso debajo de un estuche de pana azul. Adentro había un anillo plateado con pequeños brillantes.
Al día siguiente abrió el local, con gran expectativa. Bien temprano vino la mujer.
Pino le entregó lo suyo. Tomó la carta, la leyó en voz baja y luego abrazó la boina en su pecho. Cerró los ojos un instante. Pagó a Pino los dos pesos moneda nacional, le agradeció y salió apurada, seguramente para mostrarle a los suyos lo comprado, diciéndoles que aquello era verdadero.
A la tarde apareció el joven. Se mostró conmovido con la carta y el anillo. También pagó, pero se fue con normalidad, probablemente cerrando una historia.
Gracias al boca a boca, a Pino se le llenó el boliche. Varios pedidos y entregas: a una joven que no conoció a su abuela materna, le entregó la enagua de seda con perfume de rosas; a un viejito cuya madre había muerto al darlo a luz, lo sorprendió con la sombrilla de mango de carey; un cincuentón vestido con traje militar, cuyo amigo y compañero había muerto en maniobras de instrucción, sonrió ante un cuchillo con funda de cuero. Esto último fue un golpe en el corazón de Pino. Recordaba a Fabrizio pero no había conservado nada de él.
Una tarde se presentó una hermosa mujer de unos cuarenta años, que aún maquillada delicadamente y luciendo un vestido recatado, no dejaba de parecer vulgar. Sus modos y forma de hablar escondían un origen humilde. “Buen día, mi nombre es Carmen” “Encantado Carmen ¿en qué podría ayudarla?” “No sé cómo contarle a usted, un desconocido, algo tal vez impropio” “Suelte prenda señorita; a esta edad y después de una guerra ¿qué me podría asustar?”. La mujer sonrió por el comentario. Luego, seria, contó: “Hace unos veinte años, tuve una relación prohibida con un hombre” y continuó “Era tan buen mozo y galante; a pesar de ser italiano, era el mejor bailarín de milonga en todos los recintos de La Boca. Me enamoré de él; le entregué mi castidad en una pensión de mala muerte” A Pino se le desdibujó la sonrisa de comerciante y sintió palpitaciones “Al ser yo tan joven, cuando mi padre, que Dios lo tenga en la gloria, se enteró, loco de furia lo fue a buscar a un baile y lo acuchilló”. La mujer se largó a llorar, se tapaba la cara de angustia, de vergüenza. Pino no podía consolarla; ella había sido, sin quererlo, la causa de la muerte de Fabrizio. Por otro lado era el objeto, esta vez de carne y hueso, que le recordaba a su mejor amigo. Al pensar así, se acercó a ella, la abrazó y le secó las lágrimas con un pañuelo.
Salieron. Cerró con llave el local. Le invitó a un café en el bar de la esquina. Allí se enteró de que ella nunca se había casado; que luego de aquel trágico episodio se había mudado a Parque Patricios, a la casa de una tía.
Desde aquel entonces, Carmen dejó de ser un recuerdo de Fabrizio.
Pasaría a ser el recuerdo de Pino. FIN
* Publicación autorizada por la autora. Fragmento mencionado en el Libro “Algún Día Sera” de María Laura Sergio, Pag. 120, Editorial Dunken.